Ya va finalizando el fin de semana. Ya veo en el horizonte el madrugón semanal y los tropecientos mil temas pendientes o a resolver.
Pero el domingo es mío. Que el sábado fue un poquito, un poquito suyo. Con sus compras, su traslado de más cosas de la eterna mudanza, lavadoras y demás.
Pero no, el domingo ha sido casero-casero. No he salido de casa ni para ver si nevaba, llovía o lucía el sol. Bueno, tampoco es muy necesario, que para eso tengo ventanas. He pasado del sofá, a la mesa pequeña. De la pequeña a la grande y vuelta a empezar. Intercalando la comida, la siesta, la película y acariciar a dos manos a los gatos.
¡Qué gustazo! Y es que hay que saber parar. Hay que permitirse parar. Y nada de las tonterías esas de sentirse culpable ¡Qué nooooo! Que es sanísimo.
Detener ese ritmo enloquecido que nos lleva de un lado a otro de la semana. No siempre nos damos cuenta de estos vaivenes. Así que, cuando somos conscientes, hay que tomar cartas en el asunto.
Regalarnos un poco de tumbarnos a la bartola. Y a disfrutar.
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